domingo, 3 de septiembre de 2017

EXPERTO EN LUNAS I (Cuento)



I
Al filo de la fría medianoche (eran vísperas de navidad), en una de las tres pequeñas salas de la funeraria, ya sólo él, su madre y una mujer madura, a quien, vestida de riguroso luto (traje sastre) a la hora del crepúsculo había visto entrar  - portando una rosa roja- y dirigirse a depositarla sobre el ataúd donde reposaban los restos de su padre, para luego encaminarse a la silla de ruedas donde -casi puede decirse así- reposaba también lo que quedaba de su madre, fundirse con ella en un abrazo que le pareció eterno, coger la silla plástica blanca más próxima y sentarse a su lado, donde aún permanecía acariciando y dando calor a las arrugadas manos de la anciana.

De repente, lo invadió aquella urgencia que con frecuencia lo asaltaba cuando era apenas un aspirante a adolescente y lo acompañó durante su juventud: ¡Estar en otro lugar!  Caminó cabizbajo hacia el ventanal de la sala que por cierto lo había sido también de la casa familiar, ahora apartada por una pared y circunscrita a dos habitaciones y servicios esenciales. “Una buena renta bien vale una misa”, solía decirles por “Skype” el difunto cuando su madre era presa de la nostalgia por los buenos tiempos.


Observando la luna llena desde la ventana, los recuerdos afloraban atropelladamente agolpándose en su cabeza y la urgencia punzaba hasta la necesidad de salir corriendo apretándose la sien: << Es herencia de tu padre, mijo. Mi padre. Vaya tipo raro. Comenzando por que nunca engendró. Extraño y todo, era un hombre bueno. Lo sentí cuando me dijo -en una de sus idas y venidas al extranjero, observando la luna desde esta misma ventana-, que cuando viniera con más tiempo me enseñaría muchas cosas sobre ese satélite, al cual como suele suceder, yo creía de queso.  Que era perito en ellas. Y así fue. Me parece familiar el rostro de esa señora. Dentro de un rato me acerco. Pues sí, qué más da que mama recibiera, ahí sí que literalmente, el polvo de un país vecino en aquel lugar adonde la llevó el destino a fungir como ecónoma.  Que más da.  Para mí seguirá siendo una santa.  Mi santa Tecla. Realmente me gustaría saber quién fue o es todavía, no lo sé, el otro seminarista. De cualquier modo, el viejo ya tenía las horas contadas. Se le notaba la última vez que vino hace seis meses. Ya descansó>>.

En todo eso y más, pensaba, cuando la mujer madura, resuelta, se desprendió de su madre que parecía dormir y acudió a su lado. 

- “¿Es luna llena no?” Preguntó con sonrisa candorosa. 

- “Sí, preciosa. Y con quién tengo el gusto” -respondió preguntando, mirando su rostro con detenimiento y esbozando una cierta sonrisa. 

- “Soy la del dedo, tontito despistado, no has cambiado nada” respondió con un coqueto mohín de disgusto en la comisura de los labios. 

Como del rayo, evocó el domingo aquel, en el atrio de la iglesia. Su madre saludando a cuanto parroquiano se la cruzaba. “Buen día doña Tecla, Usted si que es una santa”. Y ella, muy señora “Gracias. pero no exageremos”.  Mientras su padre, recién llegado del norte, en medio de la algarabía parroquial, con la mano izquierda sujetando la suya y con la otra – el dedo medio hundido dos tercios de su longitud en una de las fosas nasales- provocaba el asombro de una boquiabierta niña con trenzas.








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